El Ocaso de los Normidones

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Serie Fantástica
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Auria y la dinastía Sforza se ven a amenazadas por una rebelión que surge dentro del propio Senado. A la conspiración, que atenta contra la vida del emperador, se unen algunas familias, mientras otras permanecen fieles, y desencadena múltiples situaciones ambiguas y conflictivas que acentúan esos enfrentamientos entre clanes. Por otra parte, la guardia normidona, encargada de la seguridad del emperador, parece condenada a desaparecer. También la dinastía que ha sustentado el imperio durante más de tres mil años. Se hace prioritario salvar, pues, a su descendencia, causa a la que se entrega no solo el normidón Fabio Bertucci, sino el veterano mercenario Máximo Eleazar. La trama principal se ve apoyada por otras historias aparentemente secundarias que desembocan más pronto que tarde en un misterioso inframundo de fuerzas oscuras y violentas. Allí confluye el joven Caleb con el Cazador, que busca a su hija presa de la peste onírica.

Las traiciones y las luchas se suceden; en las intrigas se enfrentan parientes contra parientes y fuerzas misteriosas contra hombres. Distintas culturas se confrontan, desde guerreros del imperio de Oriente hasta los piratas afincados en la isla Legendaria; desde soldados del imperio a bárbaros mercenarios que conducen hasta un final abierto a una nueva búsqueda.

El Ocaso de los Normidones
El Ocaso de los Normidones

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Prologo

Villa del senador Guerini. La conspiración

 

A primeros de otoño, a poco más de cinco leguas de distancia de Majeria[1], el reputado senador Claudio Sforza había convocado a la mayoría de los miembros de la cámara presentes a asistir a un cónclave secreto. La razón que lo había impulsado a actuar a espaldas del emperador no era otra que la premura por buscar una solución que frenara la grave crisis que estaba poniendo en jaque al imperio. Una villa propiedad del senador Guerini, miembro de una de las siete prestigiosas familias que habían fundado Auria cuatro milenios atrás, fue el lugar elegido para la reunión. La hacienda estaba situada relativamente cerca de una de las arterias principales de los muchos caminos que vertebraban el imperio.

Antes de llegar a las inmediaciones de la casa, dos columnas de mármol cubiertas por una espesa capa de musgo franqueaban el paso.Después la calzada se dividía en dos caminos más estrechos. La senda que discurría hacia la derecha llegaba hasta la mansión del senador, que se podía divisar a lo lejos como una enorme estructura gris con numerosos arcos y columnas en su fachada. El camino de la izquierda descendía por un sendero con diferentes clases de árboles, entre los que destacaban robles, arces y hayas. Sus hojas proporcionaban al terreno una espectacular imagen de tonos pardos, rojos intensos, naranjas y ocres.

Justo en el centro del feudo, oculto bajo el abrigo del gran bosque, se levantaba un edificio circular de enormes dimensiones. El mármol de color marfil veteado de verde travertino lo camuflaba entre la foresta. Al interior se accedía por una puerta de gran anchura precedida por un armazón de columnas que ascendían hasta el techo. Los pilares se retorcían hasta completar siete vueltas como homenaje a las siete familias fundadoras de Auria. Al atravesar el umbral, una sucesión de escalones daba paso a una lustrosa sala de mármol blanco coronada por una bóveda semiesférica.

La construcción de la gran sala interior guardaba la forma tradicional de una curia, con tribuna elevada situada a la derecha de la sala y enfrentada a una doble hilera de asientos, de los que los superiores quedaban reservados para los invitados más ilustres.

Uno a uno fueron entrando los senadores y ocupando su lugar en las diferentes poltronas de madera de roble. Entre los más destacados se hallaban, además de Bernardo Guerini, los otros seis descendientes de las familias fundadoras de Auria: Arrigo Cosato, sucesor directo del primer rey de Auria; Francesco Dacua, miembro de una de las familias más ricas del imperio; Enzo Giovanni; Cornelius Bellucci; Ettore Pisanni; y Filippo Matia.

A nadie se le pasó por alto la ausencia del senador Francesco Cerón, uno de los grandes hombres de Auria, tanto por sus logros militares y políticos como por su sangre imperial. La familia Cerón había ocupado un lugar de relevancia dentro de la política auriana en los más de mil años de historia de su ilustre casa, desde los tiempos en que el gran Cerón Sforza el Conquistador venciera a los turkhanios en tierras heraclias en la gran batalla de Balmípolis, por lo que fue recompensado por su hermano mayor, el emperador Antonio IV, con el principado de la provincia de Heraclia y el reconocimiento de su propio apellido.

El último en hacer acto de presencia fue el senador Claudio Sforza, cuyas majestuosas facciones se veían resaltadas por una corpulenta y vigorosa figura. Al entrar, su semblante hizo cesar momentáneamente los murmullos de sus camaradas. La estancia se sumió en un silencio sepulcral. Todos los presentes contuvieron el aliento a la espera de que ocupara el lugar que le correspondía por línea de sangre y se pronunciara sobre los motivos que lo habían llevado a convocarlos allí.

Con gesto pausado, se levantó de su sillón y anduvo sobre la alfombra roja que se extendía hasta la tribuna. La luz que cruzaba los cristales se posó sobre él, revelando una imagen que mantenía la gallardía de antaño a pesar de su avanzada edad. Poseía unas cejas rectas y muy pobladas; una perilla perfectamente arreglada, ahora completamente blanca por el paso del tiempo; nariz larga y aguileña, a juego con su boca fina y alargada; y una mirada fría y cruel que le daba en su conjunto una apariencia fuerte y decidida.

«Ahora no os echéis atrás u os aseguro que sufriréis las consecuencias. No, no lo harán. Ellos tienen tanto que perder como yo en ese asunto», pensó Claudio al cruzar la mirada con Bernardo Guerini y Francesco Dacua. Estos le correspondieron con un leve saludo y una sonrisa de complicidad.

–Estimados camaradas del Senado –comenzó a decir con una voz potente y ronca que resonó en todos los rincones de la sala. Con un gesto del brazo acalló a los pocos presentes que se habían atrevido a romper la máscara de silencio–. Aunque algunos tratéis de disimularlo –continuó–, todos conocéis los motivos que me han llevado a convocaros aquí esta noche, tan lejos de la curia habilitada para las reuniones formales de nuestra ilustre cámara. ¡El imperio está enfermo! –gritó mientras giraba sobre sí mismo y observaba la cara de los senadores. Su mirada penetrante era más mordaz que sus palabras. Tras una breve pausa continuó hablando–. Por desgracia, desde que nos abandonara la emperatriz, mi hermano parece mantenerse ajeno a los graves problemas que asolan las vastas extensiones de Auria y que sin duda acabarán por devorarla por dentro si no le ponemos solución a tiempo.

»Todos sabéis tan bien como yo que nuestro emperador lleva más de un mes sin dejarse ver en público; que recibe tan solo visitas de su asistente y de su médico, del comandante de su guardia personal y de un servidor; y que se ha desentendido cada vez más de los males que amenazan con derrumbar los cimientos de nuestra patria.

»¡Silencio! –bramó poniendo fin a los murmullos que habían provocado sus palabras–. Aún no he terminado. Debéis saber que mi hermano está considerando limitar los privilegios de los principales linajes que presiden nuestra ilustre cámara, además de incluir en el Senado a más familias, entre las que habría algunas de origen plebeyo. Todo ello instigado por uno de los senadores que hoy se ausentan en esta sala: mi primo Francesco Cerón.

– ¡Eso es inadmisible! –vociferó indignado el senador Dacua–. ¡No pienso tolerar que un plebeyo se siente a mi lado!

Muchos otros secundaron sus protestas y se sumaron al descontento provocado por la revelación de las intenciones del emperador.

– ¡Camaradas! –dijo en voz alta el senador Guerini, anfitrión del evento–, dejemos que Claudio continúe.

–Gracias, Bernardo –correspondió Claudio dejando el tiempo suficiente como para que su mensaje fuera calando en los presentes–. El senador Cerón ha percibido tan bien como yo el frágil estado de la mente del emperador. Pero, a diferencia de mí, él pretende aprovecharlo para sus propios intereses, sin importarle el precio que nuestro pueblo pueda pagar por ello. Auria sangra cada segundo que pasamos mirándonos las caras los unos a los otros, impávidos e incapaces de reaccionar. Ha llegado la hora de tomar decisiones drásticas.

Claudio Sforza recitaba sus argumentos sin dejar de escrutar cada rostro en busca de gestos, miradas y señales que pudieran indicarle quién estaba con él y quién discrepaba de su opinión. No le fue muy difícil situar al primero de sus detractores, pues no se molestaba en tratar de disimularlo. El senador Cosato no daba crédito a lo que estaba ocurriendo en la sala y observaba perplejo al líder del vetusto consejo.

– ¿Qué insinúas, Claudio? –inquirió–. Sé prudente al elegir tus palabras. Ya el mero hecho de habernos convocado aquí sin informar previamente al emperador podría ser considerado una traición. Aun así, hemos acudido, en virtud de tu reputación y del parentesco que te une a la dinastía imperial, dispuestos a escuchar tu mensaje. El emperador siempre nos ha guiado con sabiduría a lo largo de todo su reinado. Muchas veces este mismo Senado no estuvo de acuerdo con sus decisiones, pero finalmente el tiempo demostró que eran acertadas. Lo mismo opino del senador Cerón, al que me cuesta ver como un enemigo del Estado. No dudo de tus buenas intenciones, no me malinterpretes; pero no olvides que nuestro único deber es el de aconsejar a nuestro emperador y aceptar sus decisiones, sean estas cuales sean.

Una mezcla de susurros y aplausos recorrió la improvisada sala de reuniones tras la intervención de Arrigo Cosato, momento en el que el senador Sforza se hizo notar dando un fuerte golpe sobre la tribuna.

– ¡Silencio! –volvió a gritar–. Sé que todos os hacéis las mismas preguntas –su figura relucía. Una nueva e intencionada pausa cargó de tensión el ambiente–. Yo mismo me las hice antes de darme cuenta de que la pasividad solo traería la ruina a nuestra patria –hizo otro inciso para retomar el aliento y continuó con su alegato–. Como bien ha dicho mi estimado amigo, vivimos para servir al emperador, pero hay un principio superior que ni siquiera Valentino III puede obviar y que está incluso por encima de su persona: el propio imperio.

La pausa que dejó esta vez fue larga. Estaba seguro de que la gran mayoría apoyaría su causa, como denotaban tanto el gran revuelo como los gestos de aprobación de la sala. Bernardo Guerini y Francesco Dacua habían cumplido con su papel al lograr que sus seguidores apoyaran la iniciativa de Sforza. Claudio fue subiendo y bajando la mano para calmar a los presentes hasta envolver de nuevo el ambiente en el fantasmagórico silencio que había precedido a su entrada.

–Todos sabéis tan bien como yo que la revuelta comenzó con la exigencia de autodeterminación e independencia de Auvernia, que fue rechazada gracias a la intervención de esta cámara al persuadir a nuestro emperador antes de que accediera a sus pretensiones. Si no hubiéramos conseguido hacerle entrar en razón, ¿cuánto tiempo habrían tardado en sumarse otras provincias a esa idea de independizarse mientras el imperio se mantenía cruzado de brazos? –Claudio volvió a interrumpir su discurso. Esperaba que sus mensajes calaran en la mente de los presentes y ganarse así al resto de la cámara–. Pues bien, sé que mi hermano está sopesando cambiar el sistema de impuestos y tasas, además de conceder ciertas competencias a la provincia de Auvernia para alcanzar la paz con los rebeldes. Puede que a corto plazo incluso lograra que esa paz fuera duradera, pero a la larga será el principio de la futura desintegración de Auria como fuerza hegemónica de la tierra que hoy pisamos. Tal hecho, de consumarse, demostraría nuestra debilidad a ojos de los bárbaros[2]. Pronto tendríamos una sangrienta guerra con turkhanios, dálvacos, kazacos y nórdicos, a los que solo el temor a nuestra fuerza, orden y unión ha mantenido a raya hasta la fecha. No dudéis ni por un instante que tan fieros enemigos no dudarían en atacar nuestras fronteras una vez descubrieran nuestra debilidad. ¿Es eso lo que queréis? –Nadie contestó. Tras unos segundos de espera, retomó la palabra–. Ni siquiera el emperador está por encima de todas las cosas: él también le debe lealtad al imperio. Así que considero que nuestro deber es actuar de inmediato para evitar que esto ocurra. Nadie ama más que yo a mi hermano; pero, por encima de ese amor, por encima de mi familia o de mis propios intereses, ¡está Auria! –chilló con rabia contenida.

Un rumor recorrió la sala tras las palabras de Claudio hasta que volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso. Poco a poco la quietud volvió a hacerse dueña de la estancia.

–El emperador ha hecho un gran servicio a nuestro pueblo durante muchos años y siempre será recordado por ello. Pero en los últimos tiempos parece haber perdido el sentido común, como demuestran sus actuales intenciones. Con todo el dolor de mi corazón os digo que, si mi hermano pretende entregar Auria en manos de nuestros enemigos, solo puede llamársele de un modo: ¡Traidor!

Los murmullos de la sala se incrementaron ante el atrevido calificativo brindado al emperador. Una vez se fueron diluyendo, Claudio emprendió de nuevo su alegato.

–Ha llegado el momento de actuar –aseveró–. Debemos eliminar al emperador por el bien de Auria. Una vez acabemos con él, el poder volverá a residir en el Senado como ya lo hiciera antaño, en los tiempos de la antigua república, antes de la llegada de mis antepasados al trono. ¿Quién de vosotros está conmigo?

Claudio lanzó la pregunta al aire al tiempo que estudiaba la reacción de sus camaradas, y con ella selló su  mortífera intervención. El apoyo a la causa de Claudio parecía casi unánime, con la excepción de tres senadores que estaban sentados cerca de Arrigo Cosato, que había rehusado ocupar su asiento junto a los más ilustres para mezclarse con el resto de los senadores. Claudio tomó nota mental de ello.

El senador Cosato escuchaba atentamente, pensativo y en silencio, con los ojos entreabiertos, apretándose la barbilla con los dedos. La tensión fue adueñándose de la sala como una amenaza latente en el aire. Casi cortaba la respiración de los presentes. Tras unos minutos de reflexión, uno a uno los miembros de la sala fueron levantando la mano para apoyar la moción. Sforza no pasó por alto el cambio de opinión de los tres senadores que parecían estar del lado del senador Cosato y que fueron los últimos en sumarse a su causa.

«No creáis que podéis engañarme», se dijo.

Finalmente, solo el senador Cosato permaneció firme en la oposición.

–No puedo dar crédito a lo que estoy presenciando –declaró con decisión–. ¿Habéis perdido el juicio? El fin nunca puede justificar los medios. Si la solución es no ceder terreno con nuestras provincias, nuestro deber es el de persuadir al emperador, nunca atentar contra su persona. Tal acto destruiría todos los valores que hicieron grande a nuestra nación. Os daré la oportunidad de retractaros de tal atrocidad. De no ser así, no me daréis más opción que delataros.

El senador Sforza se apresuró a contestarle.

–Tu devoción por nuestras leyes y por las viejas costumbres me conmueve, pero no eres más que un ingenuo –proclamó en tono acusador–. Tu fervor por mi hermano nubla tu mente. Debemos ver más allá. Aun así, no puedo obligarte a seguir nuestro camino. Eres libre de irte cuando quieras.

Con una sombra de duda dibujada en el rostro, Arrigo miró a los presentes y, sin mediar más palabras, se dispuso a abandonar la sala. Los tres senadores que finalmente se habían sumado a la causa de Claudio asintieron con un movimiento brusco de cabeza, se levantaron tras él y lo siguieron hacia la salida.

Cuando Arrigo estaba a punto de tocar la puerta, notó un objeto frío y punzante a la altura del costado derecho. Esto le hizo levantar la cabeza y mirar al techo. Un espantoso alarido hizo enmudecer a toda la sala. Su cara desencajada y sus ojos abiertos de par en par, que parecían salírsele de las órbitas, dejaban patente su intenso sufrimiento.

Arrigo bajó la mirada y contempló boquiabierto y tembloroso la punta de una espada que sobresalía de su cuerpo. Comprendió que el final había llegado. Desesperadamente, intentó girarse para ver la cara de su asesino; pero, justo en ese instante, alguien desde detrás le sujetó la frente y le asestó un corte seco en el cuello. La sangre comenzó a manar a borbotones, salpicando la puerta, mientras su grito mudo se iba diluyendo poco a poco hasta que finalmente cayó de rodillas tratando de taponar en vano la herida con sus propias manos.

Su cuerpo se desplomó y su cabeza fue a encontrarse con el suelo. El eco del impacto se extendió por toda la sala. Los senadores ahora permanecían en silencio, horrorizados por el asesinato. Su antiguo camarada yacía en el suelo, sobre un gran charco de sangre, exhalando su último aliento de vida.

Solo en ese momento el resto de los senadores se percató de la presencia de una figura que había surgido de la penumbra, como una sombra. Envuelto en una capa de cuero negro y con el rostro parcialmente oculto, de él solo se vislumbraban el ojo izquierdo de cristal y una tremenda cicatriz. El asesino se inclinó y limpió sus armas con una esquina de la túnica del senador. Sin ningún escrúpulo ni resentimiento, mostrando una insensibilidad que congeló los corazones de los presentes, se volvió a fundir entre las sombras como si formara parte de la misma oscuridad.

Claudio examinó con satisfacción que el miedo dominaba a los senadores. El terror reflejado en sus caras parecía eliminar cualquier sospecha de duda.

– ¿Alguien más quiere abandonar la sala o aportar algo nuevo? –Nadie contestó–.

¿No? –insistió, y una vez más solo encontró el silencio por respuesta.

«Ya sois míos» –se dijo.

–Muy bien. No hay tiempo que perder. Debemos apresurarnos a dar el golpe pronto, ahora que aún estamos a tiempo de salvar Auria.

El senador Guerini fue el primero en atreverse a romper el silencio y recoger el desafío que Claudio Sforza les había lanzado. Sin mostrar temor alguno, a pesar de la brutal manifestación de fuerza a la que acababan de asistir, se dirigió con paso firme hacia él y se situó a escasos diez pasos.

–Coincido contigo completamente en tu planteamiento, pero hay un pequeño detalle que se me escapa: ¿Cómo lo haremos?

Claudio sonrió satisfecho.

–Debemos tratar de apartar a la guardia normidona de su lado –sugirió–. Una vez lo consigamos, el resto será fácil. Concededme unos días para averiguar la forma de hacerlo y a continuación daremos el golpe. Yo me encargaré de acabar con la vida de mi hermano. Por el afecto y proximidad que nos une, será fácil lograr una oportunidad propicia. Llegado el momento, no debe sobrevivir ningún testigo. Para asegurarme de que nuestras familias están a salvo de la cólera del emperador si al final nuestro plan fracasara, me he tomado la libertad de poner bajo mi protección a vuestros primogénitos. Los vigilarán hombres de mi máxima confianza.

Claudio dejó unos instantes de silencio. Ninguno de los senadores hizo comentario alguno sobre la velada amenaza que había dejado en el aire. Estaban en sus manos: solo les restaba confiar en que el arriesgado plan del hermano del emperador no fracasara o todos acabarían corriendo su misma suerte.

Fue esta vez el senador Filippo Matia el que se atrevió a romper el silencio.

– ¿Y qué pasará si el general Antonio Sforza o Francesco Cerón se enteran de nuestra traición? –inquirió–. Con la mayoría del ejército de su parte, no tendríamos opción alguna contra ellos.

«Vaya, otro pusilánime del que me he de encargar», pensó para sí mismo Sforza.

–No creáis que me he olvidado del ilustre Cerón. Te aseguro que pronto dejará de suponer una amenaza para nuestros intereses. En cuanto al general Antonio Sforza… No os preocupéis por él.

[1] Capital del imperio auriano, ubicada en la provincia de Auria Central (ver apéndice de geografía política).

[2] Los aurianos consideran bárbaros a todos los extranjeros

 

Prologo

Villa del senador Guerini. La conspiración

 

A primeros de otoño, a poco más de cinco leguas de distancia de Majeria[1], el reputado senador Claudio Sforza había convocado a la mayoría de los miembros de la cámara presentes a asistir a un cónclave secreto. La razón que lo había impulsado a actuar a espaldas del emperador no era otra que la premura por buscar una solución que frenara la grave crisis que estaba poniendo en jaque al imperio. Una villa propiedad del senador Guerini, miembro de una de las siete prestigiosas familias que habían fundado Auria cuatro milenios atrás, fue el lugar elegido para la reunión. La hacienda estaba situada relativamente cerca de una de las arterias principales de los muchos caminos que vertebraban el imperio.

Antes de llegar a las inmediaciones de la casa, dos columnas de mármol cubiertas por una espesa capa de musgo franqueaban el paso.Después la calzada se dividía en dos caminos más estrechos. La senda que discurría hacia la derecha llegaba hasta la mansión del senador, que se podía divisar a lo lejos como una enorme estructura gris con numerosos arcos y columnas en su fachada. El camino de la izquierda descendía por un sendero con diferentes clases de árboles, entre los que destacaban robles, arces y hayas. Sus hojas proporcionaban al terreno una espectacular imagen de tonos pardos, rojos intensos, naranjas y ocres.

Justo en el centro del feudo, oculto bajo el abrigo del gran bosque, se levantaba un edificio circular de enormes dimensiones. El mármol de color marfil veteado de verde travertino lo camuflaba entre la foresta. Al interior se accedía por una puerta de gran anchura precedida por un armazón de columnas que ascendían hasta el techo. Los pilares se retorcían hasta completar siete vueltas como homenaje a las siete familias fundadoras de Auria. Al atravesar el umbral, una sucesión de escalones daba paso a una lustrosa sala de mármol blanco coronada por una bóveda semiesférica.

La construcción de la gran sala interior guardaba la forma tradicional de una curia, con tribuna elevada situada a la derecha de la sala y enfrentada a una doble hilera de asientos, de los que los superiores quedaban reservados para los invitados más ilustres.

Uno a uno fueron entrando los senadores y ocupando su lugar en las diferentes poltronas de madera de roble. Entre los más destacados se hallaban, además de Bernardo Guerini, los otros seis descendientes de las familias fundadoras de Auria: Arrigo Cosato, sucesor directo del primer rey de Auria; Francesco Dacua, miembro de una de las familias más ricas del imperio; Enzo Giovanni; Cornelius Bellucci; Ettore Pisanni; y Filippo Matia.

A nadie se le pasó por alto la ausencia del senador Francesco Cerón, uno de los grandes hombres de Auria, tanto por sus logros militares y políticos como por su sangre imperial. La familia Cerón había ocupado un lugar de relevancia dentro de la política auriana en los más de mil años de historia de su ilustre casa, desde los tiempos en que el gran Cerón Sforza el Conquistador venciera a los turkhanios en tierras heraclias en la gran batalla de Balmípolis, por lo que fue recompensado por su hermano mayor, el emperador Antonio IV, con el principado de la provincia de Heraclia y el reconocimiento de su propio apellido.

El último en hacer acto de presencia fue el senador Claudio Sforza, cuyas majestuosas facciones se veían resaltadas por una corpulenta y vigorosa figura. Al entrar, su semblante hizo cesar momentáneamente los murmullos de sus camaradas. La estancia se sumió en un silencio sepulcral. Todos los presentes contuvieron el aliento a la espera de que ocupara el lugar que le correspondía por línea de sangre y se pronunciara sobre los motivos que lo habían llevado a convocarlos allí.

Con gesto pausado, se levantó de su sillón y anduvo sobre la alfombra roja que se extendía hasta la tribuna. La luz que cruzaba los cristales se posó sobre él, revelando una imagen que mantenía la gallardía de antaño a pesar de su avanzada edad. Poseía unas cejas rectas y muy pobladas; una perilla perfectamente arreglada, ahora completamente blanca por el paso del tiempo; nariz larga y aguileña, a juego con su boca fina y alargada; y una mirada fría y cruel que le daba en su conjunto una apariencia fuerte y decidida.

«Ahora no os echéis atrás u os aseguro que sufriréis las consecuencias. No, no lo harán. Ellos tienen tanto que perder como yo en ese asunto», pensó Claudio al cruzar la mirada con Bernardo Guerini y Francesco Dacua. Estos le correspondieron con un leve saludo y una sonrisa de complicidad.

–Estimados camaradas del Senado –comenzó a decir con una voz potente y ronca que resonó en todos los rincones de la sala. Con un gesto del brazo acalló a los pocos presentes que se habían atrevido a romper la máscara de silencio–. Aunque algunos tratéis de disimularlo –continuó–, todos conocéis los motivos que me han llevado a convocaros aquí esta noche, tan lejos de la curia habilitada para las reuniones formales de nuestra ilustre cámara. ¡El imperio está enfermo! –gritó mientras giraba sobre sí mismo y observaba la cara de los senadores. Su mirada penetrante era más mordaz que sus palabras. Tras una breve pausa continuó hablando–. Por desgracia, desde que nos abandonara la emperatriz, mi hermano parece mantenerse ajeno a los graves problemas que asolan las vastas extensiones de Auria y que sin duda acabarán por devorarla por dentro si no le ponemos solución a tiempo.

»Todos sabéis tan bien como yo que nuestro emperador lleva más de un mes sin dejarse ver en público; que recibe tan solo visitas de su asistente y de su médico, del comandante de su guardia personal y de un servidor; y que se ha desentendido cada vez más de los males que amenazan con derrumbar los cimientos de nuestra patria.

»¡Silencio! –bramó poniendo fin a los murmullos que habían provocado sus palabras–. Aún no he terminado. Debéis saber que mi hermano está considerando limitar los privilegios de los principales linajes que presiden nuestra ilustre cámara, además de incluir en el Senado a más familias, entre las que habría algunas de origen plebeyo. Todo ello instigado por uno de los senadores que hoy se ausentan en esta sala: mi primo Francesco Cerón.

– ¡Eso es inadmisible! –vociferó indignado el senador Dacua–. ¡No pienso tolerar que un plebeyo se siente a mi lado!

Muchos otros secundaron sus protestas y se sumaron al descontento provocado por la revelación de las intenciones del emperador.

– ¡Camaradas! –dijo en voz alta el senador Guerini, anfitrión del evento–, dejemos que Claudio continúe.

–Gracias, Bernardo –correspondió Claudio dejando el tiempo suficiente como para que su mensaje fuera calando en los presentes–. El senador Cerón ha percibido tan bien como yo el frágil estado de la mente del emperador. Pero, a diferencia de mí, él pretende aprovecharlo para sus propios intereses, sin importarle el precio que nuestro pueblo pueda pagar por ello. Auria sangra cada segundo que pasamos mirándonos las caras los unos a los otros, impávidos e incapaces de reaccionar. Ha llegado la hora de tomar decisiones drásticas.

Claudio Sforza recitaba sus argumentos sin dejar de escrutar cada rostro en busca de gestos, miradas y señales que pudieran indicarle quién estaba con él y quién discrepaba de su opinión. No le fue muy difícil situar al primero de sus detractores, pues no se molestaba en tratar de disimularlo. El senador Cosato no daba crédito a lo que estaba ocurriendo en la sala y observaba perplejo al líder del vetusto consejo.

– ¿Qué insinúas, Claudio? –inquirió–. Sé prudente al elegir tus palabras. Ya el mero hecho de habernos convocado aquí sin informar previamente al emperador podría ser considerado una traición. Aun así, hemos acudido, en virtud de tu reputación y del parentesco que te une a la dinastía imperial, dispuestos a escuchar tu mensaje. El emperador siempre nos ha guiado con sabiduría a lo largo de todo su reinado. Muchas veces este mismo Senado no estuvo de acuerdo con sus decisiones, pero finalmente el tiempo demostró que eran acertadas. Lo mismo opino del senador Cerón, al que me cuesta ver como un enemigo del Estado. No dudo de tus buenas intenciones, no me malinterpretes; pero no olvides que nuestro único deber es el de aconsejar a nuestro emperador y aceptar sus decisiones, sean estas cuales sean.

Una mezcla de susurros y aplausos recorrió la improvisada sala de reuniones tras la intervención de Arrigo Cosato, momento en el que el senador Sforza se hizo notar dando un fuerte golpe sobre la tribuna.

– ¡Silencio! –volvió a gritar–. Sé que todos os hacéis las mismas preguntas –su figura relucía. Una nueva e intencionada pausa cargó de tensión el ambiente–. Yo mismo me las hice antes de darme cuenta de que la pasividad solo traería la ruina a nuestra patria –hizo otro inciso para retomar el aliento y continuó con su alegato–. Como bien ha dicho mi estimado amigo, vivimos para servir al emperador, pero hay un principio superior que ni siquiera Valentino III puede obviar y que está incluso por encima de su persona: el propio imperio.

La pausa que dejó esta vez fue larga. Estaba seguro de que la gran mayoría apoyaría su causa, como denotaban tanto el gran revuelo como los gestos de aprobación de la sala. Bernardo Guerini y Francesco Dacua habían cumplido con su papel al lograr que sus seguidores apoyaran la iniciativa de Sforza. Claudio fue subiendo y bajando la mano para calmar a los presentes hasta envolver de nuevo el ambiente en el fantasmagórico silencio que había precedido a su entrada.

–Todos sabéis tan bien como yo que la revuelta comenzó con la exigencia de autodeterminación e independencia de Auvernia, que fue rechazada gracias a la intervención de esta cámara al persuadir a nuestro emperador antes de que accediera a sus pretensiones. Si no hubiéramos conseguido hacerle entrar en razón, ¿cuánto tiempo habrían tardado en sumarse otras provincias a esa idea de independizarse mientras el imperio se mantenía cruzado de brazos? –Claudio volvió a interrumpir su discurso. Esperaba que sus mensajes calaran en la mente de los presentes y ganarse así al resto de la cámara–. Pues bien, sé que mi hermano está sopesando cambiar el sistema de impuestos y tasas, además de conceder ciertas competencias a la provincia de Auvernia para alcanzar la paz con los rebeldes. Puede que a corto plazo incluso lograra que esa paz fuera duradera, pero a la larga será el principio de la futura desintegración de Auria como fuerza hegemónica de la tierra que hoy pisamos. Tal hecho, de consumarse, demostraría nuestra debilidad a ojos de los bárbaros[2]. Pronto tendríamos una sangrienta guerra con turkhanios, dálvacos, kazacos y nórdicos, a los que solo el temor a nuestra fuerza, orden y unión ha mantenido a raya hasta la fecha. No dudéis ni por un instante que tan fieros enemigos no dudarían en atacar nuestras fronteras una vez descubrieran nuestra debilidad. ¿Es eso lo que queréis? –Nadie contestó. Tras unos segundos de espera, retomó la palabra–. Ni siquiera el emperador está por encima de todas las cosas: él también le debe lealtad al imperio. Así que considero que nuestro deber es actuar de inmediato para evitar que esto ocurra. Nadie ama más que yo a mi hermano; pero, por encima de ese amor, por encima de mi familia o de mis propios intereses, ¡está Auria! –chilló con rabia contenida.

Un rumor recorrió la sala tras las palabras de Claudio hasta que volvió a levantar las manos para proseguir con su discurso. Poco a poco la quietud volvió a hacerse dueña de la estancia.

–El emperador ha hecho un gran servicio a nuestro pueblo durante muchos años y siempre será recordado por ello. Pero en los últimos tiempos parece haber perdido el sentido común, como demuestran sus actuales intenciones. Con todo el dolor de mi corazón os digo que, si mi hermano pretende entregar Auria en manos de nuestros enemigos, solo puede llamársele de un modo: ¡Traidor!

Los murmullos de la sala se incrementaron ante el atrevido calificativo brindado al emperador. Una vez se fueron diluyendo, Claudio emprendió de nuevo su alegato.

–Ha llegado el momento de actuar –aseveró–. Debemos eliminar al emperador por el bien de Auria. Una vez acabemos con él, el poder volverá a residir en el Senado como ya lo hiciera antaño, en los tiempos de la antigua república, antes de la llegada de mis antepasados al trono. ¿Quién de vosotros está conmigo?

Claudio lanzó la pregunta al aire al tiempo que estudiaba la reacción de sus camaradas, y con ella selló su  mortífera intervención. El apoyo a la causa de Claudio parecía casi unánime, con la excepción de tres senadores que estaban sentados cerca de Arrigo Cosato, que había rehusado ocupar su asiento junto a los más ilustres para mezclarse con el resto de los senadores. Claudio tomó nota mental de ello.

El senador Cosato escuchaba atentamente, pensativo y en silencio, con los ojos entreabiertos, apretándose la barbilla con los dedos. La tensión fue adueñándose de la sala como una amenaza latente en el aire. Casi cortaba la respiración de los presentes. Tras unos minutos de reflexión, uno a uno los miembros de la sala fueron levantando la mano para apoyar la moción. Sforza no pasó por alto el cambio de opinión de los tres senadores que parecían estar del lado del senador Cosato y que fueron los últimos en sumarse a su causa.

«No creáis que podéis engañarme», se dijo.

Finalmente, solo el senador Cosato permaneció firme en la oposición.

–No puedo dar crédito a lo que estoy presenciando –declaró con decisión–. ¿Habéis perdido el juicio? El fin nunca puede justificar los medios. Si la solución es no ceder terreno con nuestras provincias, nuestro deber es el de persuadir al emperador, nunca atentar contra su persona. Tal acto destruiría todos los valores que hicieron grande a nuestra nación. Os daré la oportunidad de retractaros de tal atrocidad. De no ser así, no me daréis más opción que delataros.

El senador Sforza se apresuró a contestarle.

–Tu devoción por nuestras leyes y por las viejas costumbres me conmueve, pero no eres más que un ingenuo –proclamó en tono acusador–. Tu fervor por mi hermano nubla tu mente. Debemos ver más allá. Aun así, no puedo obligarte a seguir nuestro camino. Eres libre de irte cuando quieras.

Con una sombra de duda dibujada en el rostro, Arrigo miró a los presentes y, sin mediar más palabras, se dispuso a abandonar la sala. Los tres senadores que finalmente se habían sumado a la causa de Claudio asintieron con un movimiento brusco de cabeza, se levantaron tras él y lo siguieron hacia la salida.

Cuando Arrigo estaba a punto de tocar la puerta, notó un objeto frío y punzante a la altura del costado derecho. Esto le hizo levantar la cabeza y mirar al techo. Un espantoso alarido hizo enmudecer a toda la sala. Su cara desencajada y sus ojos abiertos de par en par, que parecían salírsele de las órbitas, dejaban patente su intenso sufrimiento.

Arrigo bajó la mirada y contempló boquiabierto y tembloroso la punta de una espada que sobresalía de su cuerpo. Comprendió que el final había llegado. Desesperadamente, intentó girarse para ver la cara de su asesino; pero, justo en ese instante, alguien desde detrás le sujetó la frente y le asestó un corte seco en el cuello. La sangre comenzó a manar a borbotones, salpicando la puerta, mientras su grito mudo se iba diluyendo poco a poco hasta que finalmente cayó de rodillas tratando de taponar en vano la herida con sus propias manos.

Su cuerpo se desplomó y su cabeza fue a encontrarse con el suelo. El eco del impacto se extendió por toda la sala. Los senadores ahora permanecían en silencio, horrorizados por el asesinato. Su antiguo camarada yacía en el suelo, sobre un gran charco de sangre, exhalando su último aliento de vida.

Solo en ese momento el resto de los senadores se percató de la presencia de una figura que había surgido de la penumbra, como una sombra. Envuelto en una capa de cuero negro y con el rostro parcialmente oculto, de él solo se vislumbraban el ojo izquierdo de cristal y una tremenda cicatriz. El asesino se inclinó y limpió sus armas con una esquina de la túnica del senador. Sin ningún escrúpulo ni resentimiento, mostrando una insensibilidad que congeló los corazones de los presentes, se volvió a fundir entre las sombras como si formara parte de la misma oscuridad.

Claudio examinó con satisfacción que el miedo dominaba a los senadores. El terror reflejado en sus caras parecía eliminar cualquier sospecha de duda.

– ¿Alguien más quiere abandonar la sala o aportar algo nuevo? –Nadie contestó–.

¿No? –insistió, y una vez más solo encontró el silencio por respuesta.

«Ya sois míos» –se dijo.

–Muy bien. No hay tiempo que perder. Debemos apresurarnos a dar el golpe pronto, ahora que aún estamos a tiempo de salvar Auria.

El senador Guerini fue el primero en atreverse a romper el silencio y recoger el desafío que Claudio Sforza les había lanzado. Sin mostrar temor alguno, a pesar de la brutal manifestación de fuerza a la que acababan de asistir, se dirigió con paso firme hacia él y se situó a escasos diez pasos.

–Coincido contigo completamente en tu planteamiento, pero hay un pequeño detalle que se me escapa: ¿Cómo lo haremos?

Claudio sonrió satisfecho.

–Debemos tratar de apartar a la guardia normidona de su lado –sugirió–. Una vez lo consigamos, el resto será fácil. Concededme unos días para averiguar la forma de hacerlo y a continuación daremos el golpe. Yo me encargaré de acabar con la vida de mi hermano. Por el afecto y proximidad que nos une, será fácil lograr una oportunidad propicia. Llegado el momento, no debe sobrevivir ningún testigo. Para asegurarme de que nuestras familias están a salvo de la cólera del emperador si al final nuestro plan fracasara, me he tomado la libertad de poner bajo mi protección a vuestros primogénitos. Los vigilarán hombres de mi máxima confianza.

Claudio dejó unos instantes de silencio. Ninguno de los senadores hizo comentario alguno sobre la velada amenaza que había dejado en el aire. Estaban en sus manos: solo les restaba confiar en que el arriesgado plan del hermano del emperador no fracasara o todos acabarían corriendo su misma suerte.

Fue esta vez el senador Filippo Matia el que se atrevió a romper el silencio.

– ¿Y qué pasará si el general Antonio Sforza o Francesco Cerón se enteran de nuestra traición? –inquirió–. Con la mayoría del ejército de su parte, no tendríamos opción alguna contra ellos.

«Vaya, otro pusilánime del que me he de encargar», pensó para sí mismo Sforza.

–No creáis que me he olvidado del ilustre Cerón. Te aseguro que pronto dejará de suponer una amenaza para nuestros intereses. En cuanto al general Antonio Sforza… No os preocupéis por él.

 

[1] Capital del imperio auriano, ubicada en la provincia de Auria Central (ver apéndice de geografía política).

[2] Los aurianos consideran bárbaros a todos los extranjeros